Cuando yo era chiquillo, (nunca me imaginé diciendo esas palabras) los árboles eran así como algo sagrado, no te necesitaba decir nadie que eran personajes buenos, pues instintivamente los incluías en tus juegos, subiendo por sus ramas, colgándose de ellas, como base en la quemada, en su sombra de tardeada los considerabas amigos, en veces hasta con ellos hablabas.

Las gente ahora si que “desde en delantes” los respetaban, los cuidaban, les componían canciones, versos e himnos que relataban la relación de los humanos con ellos, los árboles, otra especie. Así tenemos bellos pensamientos como “Al árbol debemos solicito amor, jamás olvidemos que es obra de Dios” (himno al árbol de Venezuela), “Uno para el otro, los dos viviremos, él se irá elevando y yo iré creciendo” (himno al árbol de Colombia), y de otra alabanza al Árbol de Juan Zorrilla de San Martín nos exalta “El árbol tiene un alma que ríe entre sus flores; que piensa, en sus perfumes; que alienta, en sus rumores; él besa con la sombra de su frondosa rama, él a los hombres ama, él les reclama amor”.

Sabemos que es un tema repetitivo que hemos estado remachando una y otra vez, pero vemos con verdadera tristeza que el árbol, cuando menos para los encargados de construcción de las obras, es un simple objeto que quitan y ponen según su antojo. Lo mismo han tirado árboles de cientos de años solo para seguir una línea limpia de banqueta, como para que se vea bien una barda por demás común y austera.

Si, así continuamos, la canción que de seguro no vamos a cantar aquí en Durango, es la de Alberto Cortez “Mi árbol y yo” que entre uno de sus hermosos versos dice, “Mi árbol quedó y el tiempo pasó... Hoy bajo su sombra que tanto creció... tenemos recuerdos, mi árbol y yo”.